La humillación que convirtió a Ella Fitzgerald en una estrella de la música

Ella Fitzgerald no cantaba de niña. Al menos nadie recuerda oírla cantar. La recuerdan bailando siempre, a todas horas. Ella era una niña enamorada del swing que mataba el día bailando en la calle después de dejar el colegio a comienzos de la adolescencia. Aquella niña de hogar roto y que había pasado por un duro reformatorio soñaba con convertirse en bailarina profesional. Entonces Ella era muy delgada y estaba perdida en un Harlem en el que cada uno capeaba como podía los años más crudos de la gran recesión de la década de los treinta.

Ella quería bailar y como bailarina se presentó a una de las noche para aficionados del teatro Apollo de Harlem, el escenario por el que pasaron todos los grandes artistas afroamericanos del siglo XX. Ella, a sus 19 años, soñaba con dejar a todos con la boca abierta. Pero las cosas no salieron como esperaba. Justo antes de su actuación dos hermanas pusieron al público en pie con un número de baile. “Entonces pensé: de ninguna manera voy a salir yo ahora a bailar”, recordaba la cantante en una entrevista. Pero Ella había trabajado duro para ese momento y tras superar sus inseguridades subió al escenario. Dos minutos después todos los chavales del barrio la estaban abucheando. Pero Ella siempre fue una chica con recursos y con un don para seguir adelante. Paró de bailar, miró al público y se puso a cantar. El teatro enmudeció a la vez, como si un embrujo hubiese caído sobre ellos. Sin música que la acompañase, Ella Fitzgerald se presentó en Nueva York cantando con toda su alma, como si la vida le fuese en ello. Aquel fue su primer triunfo. “Nadie sabía que podía cantar, nunca nadie la había oído, a Ella solo le gustaba bailar”, recuerda Norma Miller, amiga de la artista, en uno de los documentales que recorren su historia.

Cuando Ella terminó de cantar, el director artístico del Apollo llevó a la joven promesa ante Chick Webb, afamado director de la orquesta que llevaba su nombre. “Tienes que contratar a esta chica”, le dijo. Pero Webb no buscaba una nueva cantante y menos una con el aspecto y la falta de glamour y estilo que tenía Ella, pero Webb cometió un maravilloso error. La dejó cantar. Después tuvo que contratarla.

La primera dama de la canción

Son convenciones sociales que deberían mantenerse. Hablo de la conmemoración de las fechas redondas de la vida, de la obra de los artistas. Cualquier excusa sirve para combatir la máquina borradora del presente, empeñada en vendernos novedosas banalidades, con la complicidad de medios acomplejados.

Se trata de una guerra pérdida, cierto. Pero estos aniversarios también destapan la evolución del gusto, con la sigilosa rectificación del canon establecido. En 2017, se cumplían cien años del nacimiento de Ella Fitzgerald y sospecho que no ha sido precisamente un jubileo: algún homenaje discreto en festivales de jazz y pare usted de contar.

Por el contrario, hubo mucho más alboroto comercial y mediático durante el centenario de Billie Holiday, en 2015. Esto revela el cambio de paradigmas: preferimos que nuestras leyendas sean sufridoras, perseguidas, esqueléticas. Billie cuenta con una extensa bibliografía y hasta un biopic, donde fue encarnada por la superestrella Diana Ross. No hay nada equivalente en el caso de Ella Fitzgerald.

Al final, la estética vence al arte, el junkie chic a las formas de la mammy, como la que encarnaba Hattie McDaniel en Lo que el viento se llevó. Ella Fitzgerald acumuló una extraordinaria discografía, llegando a publicar algún año tres o cuatro álbumes (y no cuento las grabaciones live). Desarrolló el concepto de songbook, dedicando discos dobles a autores como Cole Porter, Irving Berlin, Ellington, los Gershwin, Johnny Mercer etc. Unos discos que son los cimientos del actual culto por lo que ahora llaman el Great American Songbook.

Suscribete para recibir nuestras noticias!